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Salvador Dalí, Muchacha en la ventana |
Era uno de los pocos cuadros que mi abuela había terminado: tenía poco tiempo y al abuelo le fastidiaba aquella afición suya de señorita burguesa. Su hija mayor, casi una niña, aparecía de espaldas, con el pelo recogido en un moño bajo y la falda a la rodilla. La silueta frágil se apoyaba en el quicio de una ventana abierta de par en par al paseo marítimo, la isla con el castillo al fondo.
La abuela lo pintaba a poquitos —la enfermedad no le permitía grandes esfuerzos—, y consiguió acabarlo unos días antes de morir. Es tuyo, mi niña, para que nunca olvides que hay un mundo más allá de esta casa, le dijo.
Tía Mercedes tuvo que romper con un novio para afrontar sus responsabilidades recién adquiridas. Se convirtió en madre de seis huérfanos, administradora del hogar y, más tarde, enfermera del abuelo. Tras la muerte de este mantuvo la casa abierta a hermanos y sobrinos que siempre encontrábamos un plato en la mesa, unos oídos dispuestos a escucharnos, un dulce o un bizcocho guardado en la caja de lata.
Yo creo que, a su manera, era feliz; pero el día que me contó la historia del retrato, después de señalar la precisión del dibujo, la delicadeza de la pincelada y la armonía de los colores, no pudo evitar añadir en susurro: ¡Ojalá madre me hubiera pintado una puerta!