Me costó, porque ella siempre prefería ir por la carretera, pero una mañana en la que llegábamos tarde a la escuela conseguí convencerla para atajar por el túnel del ferrocarril abandonado. Desde entonces lo atravesábamos a diario, a la ida y a la vuelta. En cuanto dejaba de llegarnos la claridad de la entrada y todavía no veíamos la luz del final, la Chari me agarraba una mano mientras yo, con la otra, tanteaba la pared. Avanzábamos despacio, para evitar las piedras y los charcos que formaban las goteras, y a mí me gustaba sentir su respiración agitada y cómo me apretaba la mano con fuerza cuando se oía el plof de una gota al caer, el rumor sigiloso de una rata o el aleteo de un murciélago.Sin embargo, por algún motivo, no podía dejar de picarla: que si tú sola no eres capaz, que si los murciélagos se te van a agarrar en el pelo, que si las niñas sois todas unas miedosas… hasta que ella se hartó y me dijo que estaba dispuesta a taparme la boca de una vez por todas.
Esperamos al sábado, para no tener prisa. Aunque todavía era marzo, el sol picaba mucho y la Chari se presentó con su camiseta roja de tirantas, pantalones cortos y un pañuelo en la cabeza —por si los murciélagos, pensé, aunque no me atreví a decírselo. Según nuestros cálculos, se tardaban once minutos en recorrer el túnel, once minutos que ella debía esperar después de que yo me hubiese introducido en él, para estar seguros de que no íbamos a coincidir en el interior. Después de registrarla, no fuese a llevar escondida una linterna, atravesé el túnel, más deprisa que de costumbre, porque echaba de menos su mano en la mía. Cuando salí, me paré al sol, para sacarme el frío de los huesos, y esperé. Doce minutos después asomó ella.Se notaba que había corrido y había tropezado, porque traía sangre en la rodilla derecha, pero se esforzaba en aparentar un paso tranquilo. Aún estaba deslumbrada por el latigazo de luz cuando vi tiritar sus hombros descubiertos y abrí los brazos para que se calentara. Ella se apretó contra mí, los latidos del corazón le hacían temblar todo el cuerpo, igual que temblaba en mi mano el topillo que habíamos cazado días antes en la ribera, y sus pezones pequeños, duros y apretados, se me clavaron en el pecho.
Todavía seguimos yendo a la escuela por el túnel, pero la Chari se ha acostumbrado y ya no le tiene miedo a lo oscuro. Y yo no sé que inventar para que vuelva a arrimarse a mí, como aquel día.