24 dic 2019

Desaparecidas

Epifanía o adoración de los magos en la Catedral de Burgos



          Terminaron de envolver los dulces y cerrar las cajas de madera antes de ir a poner el nacimiento en la capilla. Dos horas después el serrín salpicaba los suelos de mármol, el río se desbordaba entre montañas de corcho, tres pastores habían perdido la cabeza y la Virgen, el brazo derecho. Apiadado, el Niño decidió llevárselas consigo. La policía ha derribado hoy las puertas del convento. Ni rastro de la comunidad. Aunque, si prestase más atención, vería que en el belén napolitano, apoyadas en sus andadores, doce nonagenarias temblorosas se dirigen al portal, a llevarle yemas al recién nacido.

#cuentosdeNavidad

24 jul 2019

Justicia

Alegoría de la justicia, Georg Pencz


Nací ciega, sí, para no dejarme tentar por los ricos, ni por los nobles, ni por los poderosos. Pero ellos se unieron y pagaron a los sabios que consiguieron curarme. ¡Cómo no voy a estarles agradecida!

22 jun 2019

Psicofonías

Mercadillo de El Jueves, Sevilla


Un mes después de la muerte de Iván, mi abuela Patro comenzó a hablarme del hombre de los teléfonos. «Hay algo que no te deja de rondar. Mira que yo sé de eso, Pauli, es mejor que aclares las cosas.» ¿Aclarar las cosas? Ya era tarde. Si no fuera por la falta de sueño, creo que hasta me hubiera reído. Una noche tras otra me despertaba viendo a Iván caer del andamio, su cuerpo aplastado en la acera como un balón pinchado para siempre. Por mucho que sus colegas dijeran que había habido un fallo en el mecanismo, a mí no se me quitaba de la cabeza que no había cerrado el arnés aposta, por la bronca que tuvimos el día anterior. Alguien le había ido con el cuento de que yo había quedado con Javi y me llamó hecho una fiera. Como estaba un poco harta de tener que darle explicaciones, le colgué el teléfono tres veces. Después me mandó un mensaje amenazándome con cortar y yo, sin pensarlo, solo le dije «¡vale!», imaginando que al día siguiente me llamaría de nuevo y yo le haría comprender que Javi había venido a traerme unos apuntes y a resolverme unas dudas de Matemáticas y que, aunque era jueves, el día que mi madre trabaja hasta las ocho, la abuela Patro había estado allí toda la tarde sin quitarnos ojo. No es que piense que quería matarse por mí, él estaba completamente seguro de que jamás se caería, pero lo de no abrocharse el arnés fue por darme en la cabeza. Desde que entró a trabajar en la obra, yo siempre le hacía prometerme que guardaría todas las normas de seguridad y le contaba cómo el tío Antonio se había quedado cojo por no respetarlas. Ahora Iván, por mi culpa, por no haberle explicado las cosas como fueron, no estaba cojo, sino muerto y enterrado. 

−¿Cómo se va a hablar con los muertos en un puesto y por un teléfono que ni siquiera tiene cable? −le dije desdeñosa a mi abuela, a quien siempre había tenido por una mujer práctica y espabilada. Su respuesta me sorprendió, no tenía ni idea de que supiese nada de espiritismo: 

−Lo importante tal vez no sea el teléfono, Pauli, sino la persona que tiene el poder de establecer el contacto. Hay médiums que usan una bola de cristal o una güija, él usa los aparatos antiguos que vende. Manoli, la del segundo, ha solucionado sus problemas con el hijo que se mató en la moto y yo también tenía unas cosillas que arreglar con abuelo Anselmo. Tú tienes algo que decirle a Iván, anda, ve y quédate tranquila. 

Por más objeciones que le iba poniendo, la abuela encontraba la forma de rebatirlas y, entre unas cosas y otras, seguía sorprendiéndome. 

−Que no, Pauli, que no es un timo −aseguraba cuando yo le decía que el hombre de los teléfonos sería ventrílocuo−. Es la voz del abuelo. Además, me llama siempre Nena, como hacía él cuando estábamos solos y me dice otras cosas −y entonces se sonrojaba de una forma que la hacía parecer una chiquilla− que nadie puede saber. 

A mí empezaron a intrigarme esas cosas que le decía el abuelo a la abuela y de pronto me di cuenta de no siempre habían sido como yo los recordaba, sentados uno junto a otro en el brasero, paseando del brazo o mirándose cómplices cuando alguno de sus hijos quería meterse demasiado en sus vidas. El caso es que empecé a envidiarlos y a pensar que tras aquella ternura apacible habría habido en otros tiempos un amor −con besos, pasión, celos, peleas y reconciliaciones− que no se había extinguido ni después de la muerte. Cuantas más vueltas daba a aquellas misteriosas palabras del abuelo, más me intrigaba saber cuáles serían las que me permitirían reconocer a Iván, saber que era él, y no un impostor, quien estaba al otro lado, porque lo cierto es que él hablaba poco y siempre me llamaba Pauli, como todo el mundo. Cuando al fin me decidí a ir a ver al hombre de los teléfonos ya no sé si pesaba más en mí aquella curiosidad o el deseo de explicarme y pedirle perdón. 

A la hora del recreo, aprovechando un despiste de la conserje, me escapé del instituto. En cinco minutos me planté en el mercadillo de la calle Feria con los veinte euros que me había dado la abuela aquella mañana en el bolsillo. Reconocí el puesto en seguida. Tras una tabla sostenida por dos caballetes y atiborrada de teléfonos antiguos de distintos modelos y colores, un hombre de la edad de mi padre hablaba por el móvil. Me sorprendió su aspecto: unos vaqueros, una camiseta, el pelo descuidado y la cara mal afeitada lo hacían absolutamente indistinguible de los demás vendedores, nada hacía suponer que tuviese algún tipo de poderes. También me sorprendió que no hubiese una cola aguardando turno para conectarse con el más allá, solo una señora bastante mayor, con aspecto de chiflada, conversaba bajito, agarrando muy fuerte el auricular negro de un aparato polvoriento; pero yo ya estaba decidida. 

−Me han dicho que aquí se puede hablar con los muertos. 

El hombre miró, a derecha e izquierda, como temiendo llamar la atención. 

−Son veinte euros −dijo en un susurro ronco. Cuando se los di me preguntó el nombre del difunto, la edad y el lugar de la muerte, se quedó un momento contemplando su mercancía, eligió un teléfono rojo y, apartándose para que no pudiera ver el número, introdujo siete veces su dedo de uñas sucias en el marcador de disco, que repiqueteó siete veces mientras volvía su posición inicial. Después se alejó más. Lo vi hablar entre dientes, gesticular y manotear un rato, hasta que vino hacia mí con gesto de pesadumbre. 

−Es la primera vez que me pasa, pero Iván no quiere ponerse. 

Debió darle pena mi cara de decepción, porque me preguntó: −¿Quieres que te diga lo que me ha dicho? 

Asentí con los ojos y el hombre pronunció, con tono de rabia: «Dile a esa puta que si no me va a dejar tranquilo ni muerto.» 

Entonces supe que había hablado con Iván, porque eso era exactamente lo que Iván habría dicho. Sentí un alivio en el pecho y la seguridad de que aquella noche iba a dormir a pierna suelta, pero, al mismo tiempo, un dolor muy grande que se me derramaba por las mejillas y empapaba la camiseta. El hombre me miró con una mezcla de lástima y simpatía. 

−No puedo cobrarte −me dijo− no has hablado con él. 

Sacó los veinte euros arrugados del bolsillo, me los puso en la mano y se despidió: 

−Anda, vete. ¡Y saluda a tu abuela de mi parte!

Relato finalista en el 11 Concurso de Relatos Escritos por Personas Mayores. El relato ganador fue La soledad siempre tiene huecos libres, de Ramón Llanes.

4 jun 2019

IV Aniversario de Gente de Pocas Palabras

Alfonso Pedraza celebra el cuarto aniversario de Gente de Pocas Palabras, programa radiofónico dedicado a la minificción universal, con dos especiales dedicados a los que participamos en el mismo como lectores. En este primer programa, entre los colaboradores de fuera de México, aparezco yo, en el inicio de la segunda parte, con una breve semblanza, un saludo y dos micros. Si me queréis, escuchadme; si amáis la minificción, escuchad todos los podcast de Gente de Pocas Palabras, no tienen desperdicio.


29 may 2019

También existe

Joaquín Torres García, América invertida


Intentamos convencerlos de que era una simple convención geográfica. No hubo manera y tuvimos que aceptar su propuesta: durante los próximos ocho milenios el Sur se colocaría encima; el Norte, debajo. Desde entonces todo son complicaciones: primero, dar la vuelta a los rótulos de los mapas; después, esta sensación de pesadez en la cabeza; por último, la tendencia a desplomarse de los objetos: los alimentos, desde sus anaqueles; las armas, desde sus panoplias; los monederos y billeteras, desde nuestros bolsillos.

17 may 2019

Un globo viajero

Ilustraciones de Carmen y Pablo Pérez Corsino


Este soy yo, el globo en forma de elefante que arrastra un niño rubio con pantalones de peto azules y jersey rojo. Su padre acaba de comprarme por un euro al señor Aniceto. 

Anoche el señor Aniceto me llenó la panza de un gas que me permite volar y después me ató con un cordel para que no me escapara. Con el cordel, el padre de Nico ha hecho una pulsera alrededor de la mano de su hijo para que pueda llevarme de paseo.



Nico corre sobre la hierba verde del parque, arrastrándome detrás de él. De vez en cuando mira hacia atrás, para asegurarse de que no dejo de seguirlo, y se ríe contento. El viento me hace cosquillas en la tripa, yo tampoco puedo dejar de reír. ¡Es divertido ser un globo sujeto por la mano de un niño!

¡Ay! ¿Qué está pasando? El nudo de mi cordel se ha aflojado y acaba de soltarse del todo. Nico se da cuenta, intenta agarrarme, pero ya es demasiado tarde. Cada vez estoy más lejos de la mano de mi dueño, que me mira con dos lagrimones en la cara. 

—Dile adiós al elefante, Nico —dice su papá y Nico se despide de mí agitando la mano. 

—¡Buen viaje, elefante! —gritan los dos a coro— ¡Que vivas muchas aventuras!

—¡Adióóóós, Nico!


***


Las palomas del parque dan vueltas alrededor de mí, pero no se atreven a acercarse.

—No tengáis miedo, solo soy un globo con forma de elefante. ¿Podéis coger mi cuerda con el pico y llevarme de nuevo con mi dueño?

Ellas no me contestan ni me ayudan. Es como si no me oyeran. Las palomas no entienden la lengua de los globos.

***

¡Cuánto he subido! No veo ni las palomas ni a Nico y el parque, a lo lejos, es una manchita verde. De pronto aparece junto a mí la punta afilada de un pico mucho más grande que el de la paloma. ¡Es una cigüeña! ¡Si se acerca un poco más, me pincha sin remedio! 

—No te entretengas, Justino, eso no se come —le dice su compañera, que vuela justo detrás de él—. Tenemos que seguir nuestro viaje a África, ya está llegando el invierno.

—Señor cigüeño, señora cigüeña, ¿podrían coger mi cuerda con el pico y llevarme con ustedes a África? África es tierra de elefantes, seguro que allí habrá algún niño que quiera jugar conmigo.

Pero no me contestan ni me ayudan. Es como si no me oyeran. Las cigüeñas tampoco conocen el lenguaje de los globos.

***

¡Brrrruuuuuuhhhhh! ¡Qué ruido más espantoso! ¡Es el motor de un avión! 

—Mira, mami, un elefante de colores —dice una niña con trenzas que mira a través de la ventanilla—. Vamos a cogerlo.

—No seas boba, nena, solo es un globo. Además, las ventanillas de los aviones no se abren.

La niña de las trenzas me dice adiós con la mano mientras me alejo dejando el avión muy por debajo de mí. Estoy tan lejos de la tierra que no encontraré nunca a ningún niño. ¡No volveré a jugar!
            

Sigo subiendo, subiendo, subiendo. La Tierra parece en un globo azul flotando en el espacio. Pero, ¿qué es eso que se acerca? Una especie de cazamariposas acaba de capturarme y me introduce en un platillo volante.

—Atención, llamando a Nihuter, llamando a Nihuter, capturado alienígena volador. Regresamos a la base—. El que habla es un hombrecillo de piel verde, pelo tieso y orejas como embudos.

—Hola, ¿quién eres? —le pregunto—. Yo soy un globo de la Tierra, tengo forma de elefante, ¿te gustaría jugar conmigo?

El hombrecillo extraterrestre no me responde. Parece que no me oye. ¿Es que nadie sabe el idioma de los globos?

***

Nihuter es el planeta al que me han traído embarcado en el platillo. Todavía no sé cómo es. Desde que llegué estoy encerrado en un laboratorio para que sus sabios me estudien.

—Qué extraño—dice uno de los científicos— no tiene corazón.

—No tiene pulmones —añade otro.

—¡Está completamente hueco! —dice el tercero.

—Soy un globo, estoy lleno de gas —intento explicarles, pero ellos siguen con sus comprobaciones:

—No come ni bebe.

—No se mueve, no duerme ni se despierta.

—No tiene boca, no habla.

—¡Soy un globo con forma de elefante! —intento gritar con todas mis fuerzas.

Ellos no parecen oír nada. ¿Así que no tengo boca y no hablo? ¡No es que nadie conozca mi idioma, es que ni siquiera soy capaz de decir una palabra!

Cuando terminan de examinarme me dejan, pegado al techo, en una esquina del laboratorio. 

—¡No sirve para nada! —dice uno de ellos al salir.

—¡¡¡Sirvo para jugar!!! —me gustaría gritarles. No lo hago, ya sé que nadie podrá nunca escucharme.

***

¿Eh? ¿Qué veo? La puerta se abre y aparece un extraterrestre pequeñito.

—¿Papá? ¿Papá?

No hay respuesta, en el laboratorio no queda nadie más que yo.

Se acerca a mí y me acaricia sorprendido. De pronto, sin que yo le diga nada, coge mi cuerda, se la anuda en el bracito verde y mira como floto.



Ahora soy ese globo en forma de elefante que arrastra Onic, un niño verde con orejas de embudo y pelo tieso. Onic corre sobre la hierba roja de su planeta arrastrándome detrás de él. De vez en cuando mira hacia atrás, para asegurarse de no dejo de seguirlo, y se ríe contento. El viento me hace cosquillas en la tripa, yo tampoco puedo dejar de reír, aunque nadie me oiga. ¡Es divertido ser un globo sujeto por la mano de un niño!



Este es el cuento que fue seleccionado para su publicación en el Concurso de Cuentos Infantiles de Otxarcoaga. La lectura de relatos y la entrega de los ejemplares del libro, a la que por diversas razones no pude asistir, fue el pasado sábado cinco de mayo. No he querido publicar el cuento hasta que no se hubiese celebrado el acto y... hasta que no me llegasen de Madrid estas preciosas ilustraciones que me han hecho mis sobrinos Carmen y Pablo. Con ellas el cuento tiene un brillo especial.


11 mar 2019

El galán y la obrera

Escultura de Gerardo Fernández 


Una mañana, en el túnel suroeste, cuarto nivel de profundidad, observé a una diminuta obrera que se insinuaba pícara a un macho de cintura flexible mandíbula feroz y antenas graciosamente inclinadas.

−Muero por tus feromonas, guapetón.

−Venga ya, pequeñaja, ¿crees que con el tipazo que tengo me voy a fijar en un monigote estéril?

−¡Tú mismo! Conmigo ibas a echar un buen ratito, sin fecundaciones ni gaitas. ¡Que sepas que si te apareas con la reina la palmas al momento! Además, la reproducción está sobrevalorada. ¿No sabes que somos ya más de mil billones en el mundo? A este paso, vamos a dejar el planeta más seco que un saltamontes muerto a la puerta de casa.

Ante la mirada despectiva del macho, la hembrita se alejó lanzando consignas contra el monopolio de la reina sobre los maromos y reclamando la revolución sexual, la decapitación de la abusadora y la exposición de su cabeza en el intercambiador central del hormiguero.

Dos horas más tarde volví a verla en el túnel norte, segundo nivel de profundidad. Una hormiga sargento estaba comunicándole que, dado su carácter levantisco, debía abandonar el área de alimentación de larvas, a las que podría contaminar con sus ideas subversivas, y pasaba al área de defensa, sector oriental, en primera línea de batalla contra los ejércitos de la colonia enemiga.

Variación sobre un texto de Raimond Queneau.

8 feb 2019

Tratado de las armas

Fragmentos de un libro perdido
 


Leonardo da Vinci, Ballesta gigante


Observas admirado 

la forja del alfanje. 

La cabeza que corte 

bien puede ser la tuya. 

... 

Ni el hábil ballestero 

con toda su destreza 

puede rasgar la nube. 

... 

¿Es culpable la espada, 

la mano que la empuña 

o quien aguzó el filo? 

... 

No a la que hiere y mata 

sino a la que libera 

de un tajo la atadura, 

a esa le canto.

23 ene 2019

La Marina de Ficticia

La Marina de Ficticia, (Lima, Perú, Micrópolis, 2018)



En diciembre hizo diez nueve años que recalé en la Marina de Ficticia. Acababa de finalizar un curso de escritura con el escritor Javier Mije, centrado en el microrrelato, y no sabía qué hacer con aquellos nuevos conocimientos cuando encontré la web de Ficticia, una editorial mexicana en la que, entre otras cosas, se compartían relatos y se realizaba un concurso-taller de minificciones.  Me costó trabajo orientarme en la página y el primer micro que envié no cumplía los requisitos, aunque me valió unas amables palabras del terrible Carlos (Sapo) de Bella, que me animaron a continuar. Otro relato mío, del mismo mes de diciembre, consiguió un segundo lugar compartido en la muestra mensual y esa alegría me animó a quedarme. En aquellos momentos soñaba con aprender lo suficiente para ser tallerista y no tardé en tomar posesión del taller del día 30, para más tarde pasar al del día 1, donde aún sigo. Formé más tarde parte del equipo de coordinación con José Martínez Nuévalos, José Manuel Dorrego e Isabel Segura Boutry  y, finalmente, llegué a ser coordinadora de la Marina durante el año 2018 junto a Mónica Brasca y Lola Díaz-Ambrona. He dedicado mucho tiempo y trabajo al taller, pero nada comparable a lo que Ficticia me ha dado a mí: he aprendido recibiendo los consejos de los talleristas y dando consejos a los participantes, he conocido a gente generosa y entusiasta (todos los ficticianos lo son, pero especialmente el creador de la idea e infatigable difusor de la minificción, Alfonso Pedraza), he ganado un buen puñado de amigos y he visto mis relatos publicados en un par de preciosos libros: 100 Fictimínimos: microrrelatario de Ficticia y el recientemente publicado por la Editorial Metrópolis, La marina de Ficticia, cuya portada encabeza esta entrada.

La marina de Ficticia es una iniciativa de José Manuel Ortiz Soto, cirujano pediatra y escritor, que reúne textos de los actuales talleristas de la Marina de Ficticia y de algunos ilustres jurados de los muchos que han pasado a lo largo de los quince años del taller. Cada uno ha participado con tres relatos que dan una variada muestra de temas, procedimientos y estilos. Hoy he encontrado una estupenda reseña publicada en Facebook por el doctor José Espinosa-Jácome. Merece la pena leerla entera (mejor si se tiene la antología al lado, cosa difícil en España, puesto que se trata de una edición peruana), pero no no puedo evitar reproducir las palabras que me ha dedicado a mí y a Cicatrices, uno de los tres textos que yo he presentado.

Tal vez la autora más representativa en esta antología sea Elisa de Armas (Sevilla), junto a Jorge Oropeza –debido al uso de la mayoría de los elementos citados–; su estilo pulcro domina recreando hipertextos: Caperucita, El caballero de la triste figura, etc.. En “Cicatrices” (p. 34) lleva la narración desde la infancia a la edad adulta, como lo hace Mónica Brasca a propósito de “Trapos sucios’, inclusive coincidiendo con la historia de abuso. Con un estilo muy personal es fácil reconocerla. Logra con maestría la brevedad, los encabezamientos –con frecuencia en una diglosia entre el latín y el castellano–, la sorpresa y la transtextualidad.
Termino esta entrada dando las gracias a todos los ficticianos por su compañía durante esta década, a Manolo Ortiz Soto por el empeño que puso en sacar adelante el libro, a Beto Benza y la editorial Micrópolis por publicarlo y al doctor Espinosa-Jácome por sus palabras. Como dice mi amiga Mónica Brasca, nunca me quito la camiseta de ficticiana, es un orgullo lucirla.