2 jul 2018

Román Martín Rueda

Cementerio de Luengo de Sayago

Román Martín Rueda


1907-1936


Desde que le mataron al marido, la Emilia empezó a acercarse a la iglesia. Al principio furtivamente, casi a escondidas, como si guardase más lealtad a las ideas del muerto que al cariño indudable que aquel había sentido por el gemelo que se le había hecho cura después de haber fundado con él la sede del partido socialista en Valdesierra del Sabinar. Más tarde, cuando la tisis se empecinó en los pulmones de Don Celestino, la Emilia olvidó los prejuicios y se instaló en la parroquia. Y buena sustancia debían tener los caldos que le preparaba –pensaron los feligreses– porque cuando el enfermo reapareció después de unos meses, arrastrando una palidez de cirio, la tos había desaparecido. 

Hasta la muerte del párroco, allá por el cincuenta y siete, la Emilia siguió cuidando de su casa, y algo de su sentido práctico parecía haber calado en aquel bendito, que, aunque seguía predicando como un San Juan Crisóstomo, abandonaba a veces sus oraciones para interceder ante el obispo y el gobernador, volviendo al pueblo con algunas conquistas, magras al principio, mayores cuando pasó lo más duro de la posguerra: la rebaja en la condena de algún hombre enfermo, la beca para un chiquillo bien dotado, la primera escuela, el asfaltado de la carretera. El día del entierro la Emilia intentó malamente disimular un dolor de hembra que le subía del vientre y le apretaba la garganta como una soga. Alguno hubo que quiso manchar el buen nombre de los cuñados, pero se impuso la fama de santidad del sacerdote, que fue enterrado con todos los honores en el atrio de la iglesia, a los pies de la patrona, la Virgen del Monte. 

Cincuenta años después llegaron de la capital a exhumar los cadáveres de los fusilados del 19 de julio para darles una sepultura digna. El de Román Martín, el alcalde republicano, apareció junto a la tapia del cementerio, un poco retirado de los otros doce. La Emilia, nonagenaria y temblorosa, reconoció la alianza que llevaba grabados los nombres y la fecha de la boda y, mientras revivía la angustiosa muerte de aquel hombre, aseguró que no eran necesarias pruebas ningunas. Salvo ella, nadie llegó a saber que el agujero que habían tenido la precaución de hacerle en el cráneo no era de bala, sino de berbiquí; ni que aquel muerto había logrado esconder a su marido en la cripta de la iglesia durante cinco años; ni que le había dado clases de teología hasta que la tuberculosis le arrancó el último suspiro; ni que los remordimientos por el sacrilegio que cometía le estuvieron rondando hasta que la propia Emilia, atea hasta las cachas, lo convenció de que un Dios que había creado el amor y la vida comprendería, por encima de todo, que se los regalase a su hermano y a ella.

Cuento finalista en el X Concurso de Relatos Escritos por Personas Mayores