22 jun 2019

Psicofonías

Mercadillo de El Jueves, Sevilla


Un mes después de la muerte de Iván, mi abuela Patro comenzó a hablarme del hombre de los teléfonos. «Hay algo que no te deja de rondar. Mira que yo sé de eso, Pauli, es mejor que aclares las cosas.» ¿Aclarar las cosas? Ya era tarde. Si no fuera por la falta de sueño, creo que hasta me hubiera reído. Una noche tras otra me despertaba viendo a Iván caer del andamio, su cuerpo aplastado en la acera como un balón pinchado para siempre. Por mucho que sus colegas dijeran que había habido un fallo en el mecanismo, a mí no se me quitaba de la cabeza que no había cerrado el arnés aposta, por la bronca que tuvimos el día anterior. Alguien le había ido con el cuento de que yo había quedado con Javi y me llamó hecho una fiera. Como estaba un poco harta de tener que darle explicaciones, le colgué el teléfono tres veces. Después me mandó un mensaje amenazándome con cortar y yo, sin pensarlo, solo le dije «¡vale!», imaginando que al día siguiente me llamaría de nuevo y yo le haría comprender que Javi había venido a traerme unos apuntes y a resolverme unas dudas de Matemáticas y que, aunque era jueves, el día que mi madre trabaja hasta las ocho, la abuela Patro había estado allí toda la tarde sin quitarnos ojo. No es que piense que quería matarse por mí, él estaba completamente seguro de que jamás se caería, pero lo de no abrocharse el arnés fue por darme en la cabeza. Desde que entró a trabajar en la obra, yo siempre le hacía prometerme que guardaría todas las normas de seguridad y le contaba cómo el tío Antonio se había quedado cojo por no respetarlas. Ahora Iván, por mi culpa, por no haberle explicado las cosas como fueron, no estaba cojo, sino muerto y enterrado. 

−¿Cómo se va a hablar con los muertos en un puesto y por un teléfono que ni siquiera tiene cable? −le dije desdeñosa a mi abuela, a quien siempre había tenido por una mujer práctica y espabilada. Su respuesta me sorprendió, no tenía ni idea de que supiese nada de espiritismo: 

−Lo importante tal vez no sea el teléfono, Pauli, sino la persona que tiene el poder de establecer el contacto. Hay médiums que usan una bola de cristal o una güija, él usa los aparatos antiguos que vende. Manoli, la del segundo, ha solucionado sus problemas con el hijo que se mató en la moto y yo también tenía unas cosillas que arreglar con abuelo Anselmo. Tú tienes algo que decirle a Iván, anda, ve y quédate tranquila. 

Por más objeciones que le iba poniendo, la abuela encontraba la forma de rebatirlas y, entre unas cosas y otras, seguía sorprendiéndome. 

−Que no, Pauli, que no es un timo −aseguraba cuando yo le decía que el hombre de los teléfonos sería ventrílocuo−. Es la voz del abuelo. Además, me llama siempre Nena, como hacía él cuando estábamos solos y me dice otras cosas −y entonces se sonrojaba de una forma que la hacía parecer una chiquilla− que nadie puede saber. 

A mí empezaron a intrigarme esas cosas que le decía el abuelo a la abuela y de pronto me di cuenta de no siempre habían sido como yo los recordaba, sentados uno junto a otro en el brasero, paseando del brazo o mirándose cómplices cuando alguno de sus hijos quería meterse demasiado en sus vidas. El caso es que empecé a envidiarlos y a pensar que tras aquella ternura apacible habría habido en otros tiempos un amor −con besos, pasión, celos, peleas y reconciliaciones− que no se había extinguido ni después de la muerte. Cuantas más vueltas daba a aquellas misteriosas palabras del abuelo, más me intrigaba saber cuáles serían las que me permitirían reconocer a Iván, saber que era él, y no un impostor, quien estaba al otro lado, porque lo cierto es que él hablaba poco y siempre me llamaba Pauli, como todo el mundo. Cuando al fin me decidí a ir a ver al hombre de los teléfonos ya no sé si pesaba más en mí aquella curiosidad o el deseo de explicarme y pedirle perdón. 

A la hora del recreo, aprovechando un despiste de la conserje, me escapé del instituto. En cinco minutos me planté en el mercadillo de la calle Feria con los veinte euros que me había dado la abuela aquella mañana en el bolsillo. Reconocí el puesto en seguida. Tras una tabla sostenida por dos caballetes y atiborrada de teléfonos antiguos de distintos modelos y colores, un hombre de la edad de mi padre hablaba por el móvil. Me sorprendió su aspecto: unos vaqueros, una camiseta, el pelo descuidado y la cara mal afeitada lo hacían absolutamente indistinguible de los demás vendedores, nada hacía suponer que tuviese algún tipo de poderes. También me sorprendió que no hubiese una cola aguardando turno para conectarse con el más allá, solo una señora bastante mayor, con aspecto de chiflada, conversaba bajito, agarrando muy fuerte el auricular negro de un aparato polvoriento; pero yo ya estaba decidida. 

−Me han dicho que aquí se puede hablar con los muertos. 

El hombre miró, a derecha e izquierda, como temiendo llamar la atención. 

−Son veinte euros −dijo en un susurro ronco. Cuando se los di me preguntó el nombre del difunto, la edad y el lugar de la muerte, se quedó un momento contemplando su mercancía, eligió un teléfono rojo y, apartándose para que no pudiera ver el número, introdujo siete veces su dedo de uñas sucias en el marcador de disco, que repiqueteó siete veces mientras volvía su posición inicial. Después se alejó más. Lo vi hablar entre dientes, gesticular y manotear un rato, hasta que vino hacia mí con gesto de pesadumbre. 

−Es la primera vez que me pasa, pero Iván no quiere ponerse. 

Debió darle pena mi cara de decepción, porque me preguntó: −¿Quieres que te diga lo que me ha dicho? 

Asentí con los ojos y el hombre pronunció, con tono de rabia: «Dile a esa puta que si no me va a dejar tranquilo ni muerto.» 

Entonces supe que había hablado con Iván, porque eso era exactamente lo que Iván habría dicho. Sentí un alivio en el pecho y la seguridad de que aquella noche iba a dormir a pierna suelta, pero, al mismo tiempo, un dolor muy grande que se me derramaba por las mejillas y empapaba la camiseta. El hombre me miró con una mezcla de lástima y simpatía. 

−No puedo cobrarte −me dijo− no has hablado con él. 

Sacó los veinte euros arrugados del bolsillo, me los puso en la mano y se despidió: 

−Anda, vete. ¡Y saluda a tu abuela de mi parte!

Relato finalista en el 11 Concurso de Relatos Escritos por Personas Mayores. El relato ganador fue La soledad siempre tiene huecos libres, de Ramón Llanes.

14 comentarios:

  1. Muy original e intrigante.
    Lo he disfrutado hasta el final.
    Felicidades.

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    1. Gracias, Yolanda. Un beso.

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    2. Elisa extraordinario!!. Muy original. Me ha encantado. Enhorabuena!!. Un beso grande

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    1. Gracias, Adela, me preguntaba quién sería ese "desconocido". Un beso enorme.

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  3. ¡Bravo, Elisa, y enhorabuena! Con muy poco dibujas un ambiente y unos personajes que cuentan mucho más de lo que se cuenta. Un estupendo iceberg.

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    1. Gracias, Tomás, iceberg es un buen calificativo para un relato breve.

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  4. Estupendo como siempre. Enhorabuena por el logro.

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    1. Muchísimas gracias, también como siempre Miguel Ángel.

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  5. FElicidades por este relato. Me ha gustado mucho. Al año que viene mucho más
    Un abrazo

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    1. Muchas gracias, Elena, a ver si para el año que viene encuentro inspiración. Un beso.

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  6. Me ha gustado mucho, como has llevado las cosas hasta el final. Enhorabuena.

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    1. Muchas gracias, y más por seguir el blog, eres el seguidor 120, nunca había llegado a esa cifra que, además, es redondita.

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