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Imagen de Alejandro Gelaz |
Don Alonso se aprestaba a recibir en su capote el envite del morlaco negro zaíno sin atender los avisos de su mozo de espadas.
–Téngase, maestro, que no es toro el que arranca contra usted, sino el micifuz de su señora doña Rosaura –se desgañitaba Sanchico de Cózar–. Los ratones, hartos de roer los once tomos del Cossío que esconde usted en el desván, lo tienen tan cebado y lustroso que más parece toro que gato.
El felino atacó de un salto dejando cubierta de arañazos la cara del diestro que, a la noche, tuvo que dormir en el escaño del zaguán. No había forma de quitar a doña Rosaura la idea de que la autora de los garfañones no era sino aquella moza de la venta de Puerto Lápice de la que dicen que su marido anda medio enamoriscado y a quien, por fina y melosa, todos conocen como “la Dulcinea”.