Ilustración de Anton Marrast |
Él la amaba, su melena enmarañada
de algas, la piel tostada, el perfume a salitre.
Ella lo amaba, la tierna firmeza
de sus manos, su afán por protegerla de
todos los peligros, el calor de su pecho en la noche.
Se instalaron en el octavo piso
de un moderno edificio con vistas a la playa.
A ella el apartamento le quedaba pequeño.
Empezó a tropezar. Con los muebles, con las puertas, con los cristales
impolutos.
Él tuvo miedo de que ella se
marchara.
Ella no entendía por qué la asfixiaban
sus abrazos y sin ellos no podían respirar.
Un día él se olvidó de cerrar las
ventanas. Ella tomo impulso y se arrojó al vacío.
Algunos transeúntes la vieron
zambullirse en el azul, los brazos extendidos y la cola ondeante. Una lluvia de
espuma salpicó de frescor las aceras.
El agente que levantó el cadáver,
el juez, el médico forense, solo vieron una mujer. Con la cabeza abierta y dos
piernas quebradas.
De hace algún tiempo, un producto de los viernes creativos de Fernando Vicente.
Un micro que hace pensar a la vez que deja huella. Felicidades.
ResponderEliminarBesicos muchos.
Tan duro como poético. UN relato desgarrador de realidad social cargada de lirimo. Me descubro
ResponderEliminarSalud.
Muy hermoso, Elisa.
ResponderEliminarMágico.
Tiene mucha velleza. Se me eriza lo bello
ResponderEliminarBesisímos