10 abr 2018

Hallazgo



La ropita, la cuna, el cochecito, los juguetes... Todo salió de casa antes de que Irene volviera de la clínica, del estupor. También la bañera, que sustituí por un plato de ducha. Desde entonces nos convertimos en vagones empeñados en circular por un carril que ya no los admite. La cara del bebé, que aparecía de repente entre el tenedor y el cuchillo o dando vueltas en el tambor de la lavadora, denunciaba que, tras su silencio, Irene nunca olvidaría mi descuido. La idea del cachorro fue de la psicóloga. “Algo que cuidar”, dijo. Al principio Irene ni lo miraba, pero él, tozudo y cariñoso, la fue conquistando hasta dibujarle a veces un gesto parecido a su antigua sonrisa.

Tendíamos la ropa en la azotea y vimos a Tuno subir triunfante con el maldito pato de goma entre los dientes. De qué rincón pudo haberlo sacado no lo sé, porque yo había escudriñado hasta el último. El rostro del bebé, hinchado en la bañera, apareció de nuevo entre las sábanas húmedas. De una patada lancé a Tuno escaleras abajo. El grito de Irene al verlo caer liberó todo el odio acumulado. Lo último que vi antes de marcharme para siempre fue el juguete, dos veces testigo de mi culpa, flotando en el charco de sangre que manaba de la boca del perro.

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