Él retiraba los cristales con cuidado y dejaba que yo arrancara las agujas, como si fueran las patas delicadas de un insecto. Nos
dio tiempo a mutilar el de la cocina, el de pared que había en el salón y el
despertador de mis padres. Entonces
volvió mamá del supermercado, pero en vez de reñirnos se echó a llorar.
No llevaron a arreglar los
relojes que habíamos estropeado. El salón siguió presidido por un reloj sin
manecillas, los demás fueron sustituidos por modernos modelos digitales que mi
abuelo contemplaba con desesperación. Nunca volvieron a dejarme a solas con él.
Meses después mamá, me entregó su reloj de bolsillo. Antes de morir había
dejado encargado que fuera para mí. Esperé a que ella se fuera para abrirlo y
acariciar la esfera lisa, sin cristal, sin agujas. El tiempo se detuvo. En la
tapa dorada apareció reflejado el abuelo que, guiñando un ojo
cómplice, me sonreía.
Travesuras que unen a abuelos y niños, que los hacen amigos inseparables y a veces, ¿por qué no?, un poco peligrosos.
ResponderEliminarParar el tiempo, robarlo... gran proyecto si encima se está en buena compañía.
(Cambiando de tema, me gusto leerle en la Inter y tu sonrisa en la foto, todo muy chulo)
Besos, Luisa. La foto era de un día en el que estuve muy a gusto, el día en que leí algunos micros en la Jam Sesion de La Mercería, de ahí la sonrisa. Y gracias, siempre, por pasar por aquí.
EliminarMaravillosa entrada
ResponderEliminarte felicito
Uf, "cuanto tengo que aprender", pienso cuando leo cosas así.
ResponderEliminarPrecioso.
Un beso.
Gracias, Yolanda, aprender mutuamente, unos de otros, es una forma de crecer. Yo también aprendo de ti.
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