Fotografía de Ben Zank |
Cada vez que nos encontrábamos en
apuros enviábamos a mi hermana Conchi a pedir un crédito al banco. Sus ojos
violeta, sus hombros carnosos, su busto amplio y su cintura de avispa, unidos a
una expresión entre soñadora y voluptuosa que copiaba de las actrices de los
cincuenta, la hacían irresistible. A cambio de préstamos que nunca seríamos
capaces de devolver, concedía una cita en el paseo del río a los sucesivos
directores de la sucursal. Uno a uno los fue dejando plantados, entre los
helechos, en el momento en el que se atrevían a introducirle la mano en el escote.
La tierra era buena y sus pies no tardaban en enraizar, pero por más que los
sacudíamos no desprendían más que una lluvia de caspa, balances descuadrados y
listas de morosos. Fue mamá la que tuvo la idea de sembrarlos bocabajo. Los
cabellos y los dedos de las manos también han arraigado con facilidad, pero
ahora les brotan a pares lustrosos zapatos italianos que cosechamos a
escondidas y vendemos los domingos en el mercadillo.
Con Fernando Vicente y muchos amigos más en los Viernes creativos de Escribe fino.
Preciosa metáfora de la realidad. Avisa el iminente fin del dominio bancario.
ResponderEliminarCreo que tu lectura es excesivamente optimista :-), Carlos, para acabar con ese dominio las hermanas guapas deberían buscar las víctimas en otros lugares, los directores de las sucursales bancarias, los pobres, poco poder tienen.
EliminarComo decía aquel: en tiempo de guerra, cualquier agujero es trinchera.
ResponderEliminarAbrazos Elisa.