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El ropero, de Antonio Maya |
Aprovechando la mañana de otoño, me pongo a ordenar el ropero del pasillo y un revoltijo de colores —rojos, marrones, verdes, todos los tonos del azul— se desparrama ante mis ojos. Faldas, cinturones, jerseys, pañuelos —¡esa manía tuya de no tirar nada!, me parece escuchar— y al fondo, la caja de cartón que encierra el traje de novia amarillento. ¿Adónde fue aquella muchacha feliz que lo lució hace años? ¿Y la joven que cubría su preñez con el vestido de rayas? Con la trenca de paño otra mujer, apresurada, llevaba sus niños al colegio y el chanel de lana fría lo lució al jubilarse cierta señora de buen ver que tampoco soy yo. No dejo la tarea por imposible, sino por inútil. Camino hasta el vestíbulo, agarro mi bastón y salgo a la calle, decidida a inventarme de nuevo. No me van a encontrar. Cuando Julio y los chicos me busquen, darán unas señas que ya no son las mías.