Por unas monedas, la vendedora de castañas acepta posar para el maestro extranjero cuyos retratos gozan de una viveza tal que parecen contemplar a quien los admira. Las horas de quietud provocan un hormigueo en el cuerpo de la hermosa modelo, una pesadez en las articulaciones que aumenta de sesión en sesión; mas, llegado el día en que el artista ha prometido finalizar la obra, espera orgullosa el momento de ver su imagen por primera vez. El pincel da los últimos trazos y la muchacha advierte que la rigidez de sus miembros le impide cualquier movimiento. Intenta gritar, no lo consigue.
El pintor sonríe satisfecho; arroja al fuego el lienzo, cubierto de enrevesados signos de una caligrafía desconocida, y encierra la figura inmóvil en el dorado rectángulo de un marco. Desde del cuadro, los dulces ojos negros expresan, alternativamente, el terror y la súplica.