Flores, romance, libro, de Jean-Baptiste Armand Guillaumin |
De entre las maravillas que ofrecía el buhonero francés, eligió Antón de Fente un grueso volumen de tapas de cuero que contenía, según explicó el gabacho con sus erres arrastradas, las profecías que anunciaban el destino de la humanidad y la descripción detallada del fin de los tiempos. Recién llegado de la feria de Monterroso, antes de que Manueliña tuviera tiempo de preguntar qué había mercado a cambio de las dos vacas cachenas, se sentó Antón junto al fuego y pasó la noche leyendo. El amanecer lo sorprendió aún junto al hogar, con el rostro demudado y la cabeza blanca de canas repentinas. No hubo desde entonces romería ni baile que le levantaran el ánimo y ni siquiera la sonrisa desdentada del hijo lo sacaba de la melancolía.
Abría y cerraba Manueliña el libro buscando un remedio para las tristezas de su hombre y, como no viera más que páginas en blanco, acudió a su vecina Martina de Neves, que había sido artista de variedades, para que le enseñase a leer. Era la moza despabilada y pronto leyó de corrido las novelas galantes que guardaba Martina en el baúl de los viajes y aprendió a escribir con la letra inclinada y algo picuda con las que la cupletista había firmado sus contratos en el Kursaal, pero por más que escudriñaba el libro de las profecías, no encontraba en él trazas de signo alguno. Intentando conjurar los males del marido, escribió en la primera página una oración a Santa Brígida, que tenía reputación de milagrera. Como algo mejoró Antón, se fueron sucediendo las copias de jaculatorias y letanías. Acabado el repertorio sagrado, añadió Manueliña la letra de la primera canción que bailó con Antón en la romería de San Bieito, la receta de pulpo a la mugardesa de la fonda de Monterroso, la de rosquillas de huevo, los poemas de amor que un marinero andaluz le había escrito a Martina en hojas de papel rayado y que a Manueliña le ponían los ojos soñadores, la fórmula de un emplasto para curar sabañones y la de una preparación para limpiar el cobre del velón. Así, en tanto que las páginas se cubrían con la caligrafía cada vez más suelta de la muchacha, iba Antón olvidando sus penas y aprendiendo de nuevo a sonreír. Y si alguna vez lo sorprendía Manueliña contemplando cabizbajo las páginas que aún quedaban por completar, le pedía mimosa que andase a las colmenas. Mientras se le ocurría qué otra cosa escribir, freía filloas de harina borona y lo esperaba para enmelarlas juntos.
Qué bonito!! Mucha suerte.
ResponderEliminarBesicos muchos.
Gracias, Nani, me guardo la suerte, besos a ti también.
EliminarTe iba a desear mucha suerte, pero creo que te ofenderías porque con esta maravilla te sobra la suerte.
ResponderEliminarNunca sobra, Torpeyvago, y no me ofendo para nada. Pero me pone contenta que te haya gustado.
Eliminar¡Ay, Elisa, gracias por escribir! Soy Almudena
ResponderEliminarGracias a ti por leer, Almudena, y por decirme que has pasado por aquí.
EliminarBuah, qué bien escribes, Elisa. Qué delicia de relato.
ResponderEliminarUn abrazo.
Muchas gracias, majo. Otro abrazo para ti.
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